La frustración de quien busca algo que sabe que nunca va a encontrar.

martes, 27 de octubre de 2009

Un café, un silencio y una historia


La cafetería Casablanca es el foco que conecta una de las calles más concurridas del pueblo con las piscinas municipales, un centro de estudios y el colegio público de primaria de la zona. A pesar de situarse frente a una plaza, es el ágora donde muchos de los vecinos, sobre todo los más longevos, se reúnen para compartir el café y el día a día. El local no es muy grande, lo suficiente como para albergar ese espíritu acogedor que suscita una agradable sensación sempiterna. El color ocre del barniz ayuda a mantener el costumbrismo de las paredes, invadidas por decenas de fotografías antiguas, botellas y repostería. Un par de tragaperras en la esquina próxima a la entrada lloran solitarias, reproduciendo combinaciones interminables de colores, invitando al juego.
En el otro extremo, un grupo de clientes habituales, compuesto por dos hombres y dos mujeres reunidos alrededor de una única mesa, se enfrascan en una charla sobre el partido de fútbol que jugaron sus hijos el sábado pasado. En la mesa, una de las mujeres guía la conversación y mira inquisidoramente a todo el que aparece por la puerta. Sus movimientos pesados enfatizan la defensa que hace del equipo de hijo, que al parecer había perdido el partido “porque no defendían la pelota”, mientras el resto asiente con parsimonia. Cuando la mujer acaba estusiasmada su monólogo, los dos hombres se despiden y ellas, gozosas, reanudan la conversación. Sus estridentes voces y el ajetreo del dueño con la máquina de café alimentan el ambiente del local, mientras que en el antiguo televisor orientado a la barra, Las Chicas Gilmore bisbisean algo ininteligible y aparentemente de poco interés para la clientela.
Detrás del mostrador, el dueño prepara un cortado “con la leche no muy caliente” para la chica que acaba de entrar y aguarda sola en una de las mesas pequeñas, ensimismada en su libro. Mientras el dueño, un hombre alto y esmirriado, de gesto simpático, vuelve a sus quehaceres, un individuo de aspecto tranquilo y afincado en la barra lee la sección de deportes del periódico como si se tratase, más que de una costumbre, de una ocupación. Aprovechando que el dueño se acerca, comenta en voz alta la noticia deportiva del día, el “que la chupen” de Maradona. Se muestra indignado y le complementa la noticia al dueño con lo que, según él, ha visto en la tele. Pero a éste parece serle indiferente y asiente mientras mira distraído la televisión.
La escena se torna entonces lineal durante unos minutos, las mujeres siguen vociferando entre ellas empecinadas en el partido de sus hijos, lo que provoca que la joven del libro alce la cabeza molesta por el tono que alcanzan las debatientes. El dueño se aleja hasta el extremo de la angosta cocina, flanqueada por una cortinilla ruidosa. Un repartidor aparece entre los rayos del sol y posa sobre el mostrador una caja pequeña con cuatro botellas en el interior. En ese momento, el hombre del periódico vuelve a repetir la grosería de Maradona y el repartidor le mira con cara de pocos amigos. Se hace un silencio unánime en la cafetería y el repartidor se marcha. Tras unos segundos de incertidumbre, una de las mujeres rompe el incómodo mutismo exclamando: “Pues sí que está encapotado el cielo hoy, pero seguro que no llueve como cuando cayeron las tormentas del 93”.

miércoles, 21 de octubre de 2009

El periodista de película


La sombra del poder, basada en la exitosa miniserie de televisión escrita por Paul Abbott y emitida en la BBC, es un thriller que muestra con gran habilidad intrigas y escándalos mediáticos, así como los entresijos de una redacción que pretende desenmascarar las corrupciones políticas. Para conseguir este objetivo, la película hace uso de un periodista de la vieja escuela que, con libreta y bolígrafo en mano, sale a la calle en busca de la noticia y contrasta hasta el dato más pequeño con su abanico de fuentes y contactos.
Se dedica plenamente a la búsqueda de la verdad, a perseguir la noticia, lo que le lleva a descuidar su vida personal. Este informador, interpretado por un siempre espléndido Russell Crowe, representa al investigador nato que es capaz de renunciar absolutamente a todo, incluso a una larga amistad, por hacer pública la noticia.
Quizás cae en el error de convertirse, antes que en el periodista ejemplar y comprometido con la causa, en el héroe que tanto le gusta utilizar a la industria cinematográfica americana para romper la taquilla. Aunque seguramente no deje indiferente a ningún espectador, es precisamente éste alguno de los hechos que hace que la historia se tambalee por momentos y se descuelgue de la realidad.
Sin embargo, el largometraje logra el efecto buscado, ya que la historia se equilibra gracias al impactante e inteligente material del que se ha partido para construir el guión, que también goza de algunas grandes verdades que se transmiten correctamente gracias al personaje interpretado por Helen Mirren. La editora del periódico es posiblemete el personaje que más se aproxima a la realidad, preocupada por la dura competencia, los resultados rápidos y las primeras planas con noticias que venden ejemplares. Aquí aparecen también ciertos aspectos clave que forman parte del trabajo del periodista: la presión editorial y las exclusivas. El hecho de que una de los periodistas se encargue del blog del Capitolio en la versión digital del periódico refleja la importancia que éstos tienen hoy día e invita a un reflexión: la posible convivencia del periodismo de papel con las nuevas tecnologías. ¿Está la prensa escrita en decandencia o debe el periodista ser capaz de adaptarse a Internet y aprender a usarlo como una herramienta más sin llegar a depender de él?
En definitiva, la película muestra una profesión que está cambiando debido a Internet, pero que manteniendo las características del periodismo tradicional puede resultar en un periodismo mucho más completo.

sábado, 17 de octubre de 2009

En una campana de cristal


Hace ya algunos años, descubrí en Sylvia Plath una parte de mí que creía enterrada por la fuerza del paso del tiempo o por el desarrollo natural en mi personalidad. Comencé a devorar cualquier escrito que pudiera encontrar con su firma, a penetrar todo lo que pudiera en su vida, en su peculiar destreza que provocaba en mí una curiosa admiración. No veía en ella a una persona inestable. Puede alguien ser el más trastornado por tener los ojos demasiado abiertos, puede alguien no entender la vida en sociedad, puede alguien no encajar con la visión unánimente compartida, puede alguien sentirse incapaz de adaptarse a ningún tiempo. Quizás su voz, real y habida de saber, sigue recordándome a la figura más importante que tuve en mi aprendizaje escolar y que perdí con los años. Sea esto lógico o no, sinceramente, no me importa.

Parecía algo estúpido el lavar, cuando tendría que lavar de nuevo al día siguiente. Me cansaba sólo de pensarlo.

Buscando y rebuscando, encontré no hace tanto, The Bell Jar o La Campana de Cristal en formato original y digital y lo he estado guardando con mimo, hasta temerosa de perderlo. Aún no lo he leído al completo. Hay muchas formas de leer, supongo. Probablemente la más común sea pasar de un libro a otro, pero tanto éste como la lírica de Plath, los leo saltando de unas páginas a otras, desde delante hacia atrás o desde atrás hacias delante. Los leo mil veces. Los leo haciendo pequeños paréntesis en el tiempo.

Me vi a mí misma, sentada bajo la higuera, muriendo de hambre, sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger. Los quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto, y, mientras estaba allí sentada, incapaz de tomar una decisión, los higos comenzaron a arrugarse y a ennegrecer, y, uno a uno, cayeron al suelo cerca de mis pies.

domingo, 11 de octubre de 2009

¿Qué irónica que es la vida, no?


Esta mañana, en un inocente recorrido por las estanterías de algunas tiendas cuyos nombres no quiero acordarme y guarecida de la sofocante chicharrina a la que esta ciudad me tiene ya resignada, me he topado con algo lo suficientemente interesante como para terminar sacándome los cuartos. Más que toparme, honestamente lo andaba buscando, todo sea dicho.
El caso es que ayer estuve en el cine viendo la ultrapromocionada Agora de Amenábar que, por unas cosas o por otras, le han despojado de su acento, porque así se sienten más vanguardistas e internacionales ellos y porque no les bastaba con el portento de la Weisz. Pero a lo que voy, que no es la película en sí, sino a ese personaje histórico olvidado por todos, clave en la transición de la Edad Clásica a la Edad Media. Hipatia era filósofa, matemática, maestra, bibliotecaria, una apasionada del cosmos, y Dios sabe qué más. Representa el fin de esa época dorada del conocimiento y el inicio de tiempos oscuros subyugados a un cristianismo en auge que tachó a la ciencia y a la filosofía de paganas, quedando prohibidas y casi destruidas. Fanáticos torturaron a Hipatia hasta la muerte y quemaron sus restos. Fanáticos quemaron sus escritos, sus descubrimientos, sus inventos y estudios de toda una vida. Esos mismos fanáticos quemaron la Biblioteca de Alejandría, la cuna del saber del mundo. Esos mismos, se dice, cumplían las órdenes de Cirilo, nombrado poco después Santo y, no hace tanto, Doctor de la Iglesia.
Sea como fuere, estos últimos días en las librerías rebosan las historias de esta mujer, de esta época de cambio, de una realidad devastadora que ya no censura sino que no se quiere ver. Porque la intolerancia nunca deja de existir, si no se cuestiona todo lo que uno cree.
¿Qué irónica que es la vida, no? Y qué irónicos los seres humanos. Unos manchando su nombre, ocultando su grandeza y otros convertiéndola en una estrella de cine y en un imparable bestseller.