La cafetería Casablanca es el foco que conecta una de las calles más concurridas del pueblo con las piscinas municipales, un centro de estudios y el colegio público de primaria de la zona. A pesar de situarse frente a una plaza, es el ágora donde muchos de los vecinos, sobre todo los más longevos, se reúnen para compartir el café y el día a día. El local no es muy grande, lo suficiente como para albergar ese espíritu acogedor que suscita una agradable sensación sempiterna. El color ocre del barniz ayuda a mantener el costumbrismo de las paredes, invadidas por decenas de fotografías antiguas, botellas y repostería. Un par de tragaperras en la esquina próxima a la entrada lloran solitarias, reproduciendo combinaciones interminables de colores, invitando al juego.
En el otro extremo, un grupo de clientes habituales, compuesto por dos hombres y dos mujeres reunidos alrededor de una única mesa, se enfrascan en una charla sobre el partido de fútbol que jugaron sus hijos el sábado pasado. En la mesa, una de las mujeres guía la conversación y mira inquisidoramente a todo el que aparece por la puerta. Sus movimientos pesados enfatizan la defensa que hace del equipo de hijo, que al parecer había perdido el partido “porque no defendían la pelota”, mientras el resto asiente con parsimonia. Cuando la mujer acaba estusiasmada su monólogo, los dos hombres se despiden y ellas, gozosas, reanudan la conversación. Sus estridentes voces y el ajetreo del dueño con la máquina de café alimentan el ambiente del local, mientras que en el antiguo televisor orientado a la barra, Las Chicas Gilmore bisbisean algo ininteligible y aparentemente de poco interés para la clientela.
Detrás del mostrador, el dueño prepara un cortado “con la leche no muy caliente” para la chica que acaba de entrar y aguarda sola en una de las mesas pequeñas, ensimismada en su libro. Mientras el dueño, un hombre alto y esmirriado, de gesto simpático, vuelve a sus quehaceres, un individuo de aspecto tranquilo y afincado en la barra lee la sección de deportes del periódico como si se tratase, más que de una costumbre, de una ocupación. Aprovechando que el dueño se acerca, comenta en voz alta la noticia deportiva del día, el “que la chupen” de Maradona. Se muestra indignado y le complementa la noticia al dueño con lo que, según él, ha visto en la tele. Pero a éste parece serle indiferente y asiente mientras mira distraído la televisión.
La escena se torna entonces lineal durante unos minutos, las mujeres siguen vociferando entre ellas empecinadas en el partido de sus hijos, lo que provoca que la joven del libro alce la cabeza molesta por el tono que alcanzan las debatientes. El dueño se aleja hasta el extremo de la angosta cocina, flanqueada por una cortinilla ruidosa. Un repartidor aparece entre los rayos del sol y posa sobre el mostrador una caja pequeña con cuatro botellas en el interior. En ese momento, el hombre del periódico vuelve a repetir la grosería de Maradona y el repartidor le mira con cara de pocos amigos. Se hace un silencio unánime en la cafetería y el repartidor se marcha. Tras unos segundos de incertidumbre, una de las mujeres rompe el incómodo mutismo exclamando: “Pues sí que está encapotado el cielo hoy, pero seguro que no llueve como cuando cayeron las tormentas del 93”.
El sacrificio
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*El sacrificio*
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